Todo queda al este de Greenwich. Siguiendo la ruta ciega del desamparo -donde un mapa desdibujado por el uso sirve de guía a los personajes-, se suceden miles de historias. Has de saber que ahí extendido, como en una vieja mesa camilla abandonada en el cuarto, bien parecería el gastado mantel de muchas reuniones familiares; aún así, sin dejarse llevar por el engaño, cada uno de los invitados acoge su flanco con fraternal esperanza. Todo cabe en esta reunión, todo transcurre dócilmente a pesar de la insalvable distancia que hay entre el conocimiento y la intuición.
El grupo accede a las normas más elementales de cortesía y se inicia la dependencia. Cada uno de ellos va reescribiendo su fragmento literario. Nadie incumple con lo esperado a su personaje. Aunque a veces, a más de uno le asalta la idea de la transgresión.
Alguien –siempre hay una genialidad que intenta no sucumbir a la monotonía- decide volver su mirada a quien tiene a su lado. Los flechazos existen. Sin luna llena, sin puesta de sol; sin sones armónicos ni pastelazos. Solo palabras escritas.
Aunque un adorado sol siga huyendo de entre los dedos, siempre por el oeste.
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