Es posible describir una ciudad.
Sucia, desalmada, burguesa y acomodada, con mendigos repartidos a racimos por entre sus portales; pero también, luminosa, con la risa desbordada bajo la sombra de los sueños en verano, o con el azul chispeante y sus motitas blancas que salpican la piel si dejas te aborde.
Aquí se puede subir a un tejado y extender los brazos para recoger su cuadrícula y desplegar su arquitectura con la mirada: chimeneas, una catedral, un monumento, un dedo hacia el mar… Incluso, imaginarnos ser un mono blanco subido a una torre para decir nuevamente: ¡tierra a la vista!
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