
Jugábamos muy cerca de la fábrica de tochanas que quedaba entonces en un torrente natural de la zona: era una bóbila. Alguna vez habíamos aprovechado la salida de los camiones –dejaban las puertas abiertas-, colándonos en el recinto, bajando hasta las grandes naves donde se amontonaban los envíos. Ahí siempre había "material" para nuestros juegos: restos de ladrillos para jugar a las casitas, paredes de una sola alzada, habitaciones sin puertas y cocinitas.
El
atrezzo a nuestras historias infantiles lo componían muñequitos de trapo, labores que nos regalaban unas manos maternales. Entre juegos, desde una bóbila literaria, se reescribían historias.
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