Ocho de julio. Una ventana abierta. Tras ella los mares de la fortuna inundando todas las casas: caracolas en los balcones, ensortijadas redes de espuma por las paredes, viejos piratas en los cuadros; un gran tonel desbordado de papeles dispersos. Bodegón de salitre enmarcado en el recuerdo de la dorada tierra. Casi cincuenta lunas, redondas ellas, plenas de sortilegio y brumas -crece y crece la noche infinita-, se deslizan hacia el cielo. Todas ellas, dispersadas, agrietadas por el tiempo, inundan la bóveda con su órbita de sueños.
Aquí abajo, en la profundidad de los mares, para cada luna, un año de recuerdo.
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