MCMLXI

Desde el patio ascendía -cual chimenea encendida- un teatrillo de voces infantiles tras el cancionero popular. Todo se había iniciado un día 7, acabando el invierno. Mucho después -oculta tras el murmullo del agua- la lectura susurrante del pez divergente: ciencias o letras. Ciencias para subsistir, letras para malvivir.

MGJuárez
sincopadas@gmail.com

Croché



Durante todo el invierno la casa permanecía cerrada. A cal y canto. En su apariencia apacible nada hacía recordar los días cálidos y sus noches frías durante el verano, ni el griterío de todos los primos y hermanos que acudíamos como cada estío a la casa de nuestros abuelos. Sus gruesos muros, que otrora protegían del solano a las tardes, ahora enmudecían bajo la inmensidad de la era desolada.


Algo nos hacía volver cada año a los días felices, y puntualmente ocupábamos la casona. Algo había en ella que apaciguaba nuestra febril actitud de todo el invierno: las cortinas de los amplios ventanales, el surtidor del agua en el centro del patio, las blanquísimas colchas extendidas en las inmensas camas.


Las colchas, una a una recopilaban madejas y madejas de un fino hilo de Holanda. La abuela las había ido tejiendo una a una, para cada uno de nosotros. Algo había en ellas de los dedos maternales pero también de sus historias bajo las arcadas del gran patio. Historias que nos llevaban a casas abandonadas tras misteriosas desapariciones, a cuevas adentradas en el bosque cercano, y sobretodo a animales y seres misteriosos que habitaban en las proximidades...


Recuerdo como cada puntada de croché -sus dedos con el hilo enlazado-, contenía una palabra nueva a mis oídos infantiles. Cada personaje revivía sus hazañas entre aquellos estrechos pasillos para abocarse en la faz de mi abuela, quien desde su patio, rodeada de plantas y enredaderas centraba su reino de historias y cuentos.


Nosotros, ofrecidos a la voracidad de su voz éramos engullidos placidamente mientras su madeja iba deshaciéndose y la magia de su laberinto nos envolvía para siempre.


Para entonces, siempre aparecía mi padre quien dirigido por el hilo de voz de la abuela, nos recogía entre sus brazos para salvarnos de no sucumbir en el relato que puntada a puntada se había adherido a nuestro tembloroso cuerpo.

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